A veces, luego de una larga noche de insomnio, descubro que he soñado.

Recuerdo entonces una línea.

La línea podría ser una cuerda

que está sostenida en sus dos extremos por la nada,

y por eso tensa, casi hasta la ruptura.

Bien podría ser un dedo que señala el horizonte,

un dedo delgado y blanquísimo, porque no podría ser de otro modo,

y señala en la mitad del todo un lugar preciso.

Ahí, lo sé, una flor cerrada como un puño diminuto

se yergue lentamente apartando los oscuros minerales de la tierra.

Su tallo y sus raíces son un fuego verde

y no posee espinas ni hojas que alguna vez tengan que caer.

La brisa ha descendido únicamente para tocarle,

y porque hay cosas que están dadas solo para el frío

la flor se abre y de sus pétalos se derrama el agua,

hasta que los pétalos se vuelven agua

y en torno a la flor hay un mar recién creado,

un océano vacío de toda criatura

que en su extensión yace ajeno al límite trazado por las costas.

 

Solo entonces comprendo que llevo mucho tiempo

recorriendo aquella línea.

Tras de mí se enciende una constelación de jaspe,

y descalza, símbolo inequívoco de toda travesía,

ando en medio de la noche

sobre un cuchillo infinito.

 

 

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Del poemario “El espejo sin imagen”, ganador del Concurso Nacional de Poesía Gustavo Batista Cedeño 2012